Desde que Peñón servía a su rey en Las Antillas estaba
obsesionado con la idea de coleccionar mujeres de distintos países, y cuando
terminó en el ejército se consagró a buscar un sitio apartado para realizar su
sueño.
En un cayo de tres kilómetros de largo y uno de ancho, Peñón aisló
a unas cuantas féminas, y ocho perros que servían de celadores hasta el largo
de sus cadenas. El lugar se ubicaba hacia el centro de un cayerío, a unas
millas de la tierra firme, separados por canales que zigzagueaban como perdidos,
pero habitados por cocodrilos que fingían dormir; esa franja también estaba resguardaba
por una vegetación de fustes, como colmillos de bestias. Allí convivían siete
mujeres de distintas nacionalidades, la siboney con la africana sacaban el agua
de las cacimbas; una francesa y otra española que transportaban los porrones para
llenar cinco cubas; de la limpieza se ocupaba la inglesa con la holandesa, y en
la cocina se desempeñaba una portuguesa; sus disímiles lenguajes les dificultaba
entenderse. Todas dormían en un barracón, que por el lado sur solo tenía medía
pared. Desde una choza alejada Peñón ejercía el gobierno; a él no le agradaba
que las señoras se estropearan y preparó un perro para árbitro, que con solo
gruñir avisaba de su enfado. Aquel fue el país más tranquilo en el mil
setecientos uno.
Después de la faena de cada día el gobernador iba al mirador,
a otear. Esperaba el barco que le traería una china o una italiana; aunque estaba
molesto por el precio que le cobraban, quería una dama de cada nación y los piratas
se aprovechaban.
Las mujeres se levantaban cuando el cielo empezaba a amarillar.
Ese día Peñón entró en el barracón y vio a su perro árbitro en un rincón, en una
posición extraña. Escudriñó el ambiente, le pareció tranquilo y se acuclilló para
mover a una de ellas; a sus espaldas una sombra le echó una red encima. El
hombre trataba se salir de la enredadera, y achuchaba a su perro Toro; pero la
francesa y la inglesa le estrellaron dos porrones en la cabeza. Afuera los demás
perros ladraban y tiraban de sus amarras. La española se precipitó a recoger el
arcabuz, preparó el arma, salió y mató a otro.
No había gobierno, las excautivas llevaban cinco días atrayendo
el horizonte, a la espera del barco pirata. La española corrió hacia la choza
de Peñón y ocupó su atención. Le propuso devolverle la colección de mujeres,
con una condición. Él desconfió, nunca le había gustado como ella lo miraba. Oyó,
que dónde tenía escondido el oro del barco pirata que naufragó frente al cayo, la
noche del huracán, cuando él mató a los sobrevivientes. Le repetía, ¿dónde lo escondiste?
Estaba confuso, pero comprendía lo que ella sabía.
La mujer le alargó las amarras de los pies, para que pudiera caminar
entre los mangles. Al llegar al otro extremo, él pateo en la tierra. ¡Aquí! Antes
de que dijera una palabra más, aparecieron las otras mujeres. Todas empezaron a
escarbar, y al rato dieron con la tapa del cofre. Al ver como se repartían su
tesoro, Peñón se desbordó de ira y forcejeó para quitarse las amarras de las
muñecas. No se supo si pudo oír la detonación del disparo.